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Cimbra Histórica. El aerotren, a 400 kilómetros por hora, sin ruedas

Martes, 13 Abril, 2021

En el número 12 de Cimbra, correspondiente a los meses de noviembre y diciembre de 1965, se recoge un nuevo avance de la Ingeniería Civil, el aerotren. Configurado como el gran descongestionador de la periferia, se recoge la experiencia de nuestro personal de la revista con su inventor, Jean Bertin, un hombre con un gran equipo de trabajo a sus espaldas que, sin embargo, no consiguió, por falta de presupuesto, implantar el aerotren más allá de prototipos. 

Jean Bertin, el hombre que tengo enfrente, con su rostro florentino a la Savonarola y acento burguiñón, que hace pensar en la gran Colette, no cesa de repetir: “Diga usted que no soy el inventor del aerotren. Fue un trabajo de equipo. Todo descubrimiento, en nuestros días, no puede ser más que un trabajo de equipo. No hay inventores solitarios iluminados por el Espíritu Santo con un destello genial. Desgraciadamente, en este mundo, el Newton de la segunda mitad del siglo XX que recibiera una manzana sobre la cabeza, de aislado, no acabaría en solitario. No podemos ya esperar –y esto gracias a una acumulación de nuevos conocimientos fundados lo más frecuentemente sobre la ciencia física- que a dar soluciones a lo que pasaba hasta ahora por insoluble”. 

La última vez que le había visto era hace año y medio, en un curioso taller-garaje de Colombes. Lo esencial de la actividad de su equipo parecía centrado sobre la única maqueta del aerotren, inflada de aire comprimido para reproducir el “colchón de aire”. Unos alegres operarios con traje de faena, acento parisién, colilla en los labios, la enviaban de un extremo a otro de una pista monocarril en contra-chapado. La pista existe aún. Ha sido trasladada a Plaisir. Los operarios están también allí, con su acento parisino y la colilla en los labios. 

Pero aquella misma mañana, la maqueta había sido recibida con gran pompa en el Hotel Matignon y el Primer Ministro se había entretenido, dándole un ligero empuje, en hacerle recorrer los diez metros de la pista de madera contrachapeada. Se convenció en seguida: colchón de aire, ni contacto ni, por tanto, rozamiento. Todo el milagro está en eso.

Esta revolución en el dominio de los transportes completa y corona casi un siglo de investigaciones. El inglés Scott Russel, en 1865, y un sueco de Laval en 1882, habían estudiado las posibilidades de insuflar aire bajo el caso de los buques para disminuir la resistencia al avance. 

En 1916, Dagobert Müller von Thomamhul había conseguido un cargo lanzatorpedos con colchón de aire, que en las pruebas alcanzó los 100 kilómetros/hora. Pero fue un francés, Girard, quien en 1880 construyó un tren que se deslizaba sobre un colchón de agua y recorrió, durante la Exposición Universal de 1880, unos 1.400 kilómetros, con pasajeros. Estaba instalado sobre la explanada de Los Inválidos. 

Este sistema debía ser objeto de perfeccionamiento gracias a los trabajos del  Ingeniero Therye, entre 1902 y 1915, que pretendía sustituir el agua por el aire en el apoyo. Jean Bertin resume para nosotros, con su infatigable paciencia y como debió de hacerlo millares de veces durante los siete años precedentes, las ventajas de lo que él rehúsa a llamar una invención, pero que describe siempre modestamente como una “solución válida”.

El descarrilamiento es imposible

La velocidad puede ser tan elevada como se quiera. En el deslizamiento obtenido, ningún órgano mecánico sufre en sus condiciones de trabajo, lo que no sucede en los vehículos de ruedas, como el tren monocarril japonés y alemán o el futuro metro colgado de Charenton-Créteil. Con el aerotren, la revolución es total: es el fin de la era de la rueda. 

Pueden ser fácilmente alcanzados los 400 km/h, con un moto de avión tradicional de débil potencia o un turborreactor. Pero nada pide utilizar un reactor puro. 

Ningún límite teórico a la velocidad, aunque fuese supersónica. Esta resulta función del perfil recorrido obligado y de su longitud. Extrema la comodidad de los pasajeros debida a la noción misma del colchón de aire. Las perturbaciones debidas a los defectos de la vía no pueden en ningún caso ser transmitidas a los viajeros. El único precio de las velocidades muy grandes y, en el caso excepcional en el que el frenado normal previsto por inversión del paso de la hélice o del chorro no funcionara, es el recurso al frenado de seguridad por patines sobre el carril central, que arrastra una deceleración que puede sobrepasar el valor G de la pesantez, de lo que resulta la necesidad de un cinturón de seguridad en caso de alarma. Pero, ¿no es esto de uso cotidiano en el despegue y aterrizaje de los aviones y no se extiende su empleo entre los automovilistas?

No es posible ningún descarrilamiento, a causa de la altura del monocarril, e incluso, en caso de avería total de sustentación, no puede haber acuñamiento de los patines de seguridad, que trabajan en condiciones de alargamiento grande.

Estas ventajas no son en modo alguno contrarrestadas por costes prohibitivos de construcción del vehículo y de la vía. El primero, al no llevar ruedas, ni suspensión ni punto de concentración de esfuerzo, puede ser de estructura análoga a las carlingas de avión.

Por otra parte, es verosímil que sea la industria aeronáutica la que asegura su construcción. La única parte onerosa es el grupo motor-propulsor, si se aspira a grandes velocidades. En cuanto a la vía en sí misma, su perfil es simple. Se puede hacer en cemento o en metal. Como las cargas están totalmente distribuidas, la presión sobre el suelo será muy inferior a la de un pie humano.

Esta vía puede ser tan ligera como una pasarela de peatones, por ejemplo. Su establecimiento no tiene ya que tener en cuenta lo perfiles. Inmensa ventaja cuando se sabe que un tren no puede acometer una pendiente de más de cuatro por 1.000, pues las ruedas motrices patinan y se embalan. 

La pista podrá estar, sea colocada sobre el mismo suelo, sea montada sobre pilares ligeros a 10 o 20 metros de altura en medio de las autopistas o paralelamente a vías férreas existentes. Ningún ruido apenas y ninguna vibración en ningún caso. La pista podría incluso pasar por encima de los tejados de los inmuebles de una gran ciudad. Los aerotrenes no harían ni la décima parte del ruido del metro aéreo. “Por otra parte, no prevemos –dice Jean Bertin- más que dos categorías diferentes. Todos tendrán una capacidad de 80 a 100 pasajeros. Pero unos asegurarán las comunicaciones interurbanas para distancias comprendidas entre 100, 500, 600, 800 kilómetros, con frecuencias tan grandes como puedan desearlo los usuarios, reducidos por el momento a un elección de tres, cuatro o cinco horarios en veinticuatro horas. Circularán, para empezar, a 400 km/h. Los otros, previstos para las comunicaciones suburbanas y distancias de 5 a 50 kilómetros, tendrán una velocidad de 200 km/h.

“Se sobreentiende que cuando citamos una ciudad, decidimos salida y llegada al corazón de la misma. No pretendemos hacer competencia a las líneas aéreas, sino por el contrario, completarlas. En lugar de perder una hora para ir a Orly y a menudo más para ir Le Bourget, el viajero será trasladado allí en la cuarta parte de tiempo. De todas maneras, se trataría de un verdadero descongestionamiento de las zonas urbanas. Los trabajadores , al poder recorrer en un tiempo dado de dos a cinco veces más trayecto que con los medios convencionales, podrían utilizar áreas de residencia de cuatro a 25 veces más extendidas”. 

Jean Bertin se calla. Sabe que tiene la clave de uno de los más inquietantes problemas de nuestro tiempo. Este problema se plantea ya a los americanos de la costa Este. Hace algunas semanas, la gran revista Fortune le consagraba una encuesta con conclusiones dramáticas. Toda la zona que se extiende de Boston a Washington está amenazada de apoplejía. Es en vano que los americanos hayan construido autopistas de cinco, seis, ocho vías. La verdad está ahí, evidente: el transporte individual está ineluctablemente condenado en la periferia de las grandes ciudades, después de que haya sido eliminado del corazón de las mismas. Es el retorno irremediable a los transportes colectivos, tan tímidamente bosquejado en París con los bus bleus. Es precio, en efecto, que estos transportes colectivos no sean los de nuestros abuelos. En Saint-Lazare, por ejemplo, los trenes de cercanías son aún, en su mayoría, remolcados por locomotoras de carbón quincuagenarias. Salvo en la línea del metro Vincennes-Neuuilly, millones de parisinos se amontonan a diario en vagones que datan del Presidente Fallières. Los demás toman plaza en autobuses de los cuales muchos aún datan de los años 30 y poseen la encantadora pero arcaica plataforma atrás del autobús S tan querida de los franceses.

Precio del viaje: 70 céntimos por km.

Así, Jean Bertin y su equipo van a recibir del Estado, a título del FIAT (Fonds d’invertissement de l’aménagement du territoire) y, después de siete años de paciencia, unos tres millones de nuevos francos que vienen a añadirse a los dos ya gastados y a los de otros dos que los accionistas acaban de aportarle. Hubo respuestas favorables, muy raras pero de calidad y, entre ellas, las de los Grands Travaux de Marseille, de Hispano-Suiza, de las fábricas Ratier y del Banco de Rivaud. 

Estos fondos van a permitir la construcción de un prototipo de seis plazas, que será ensayado a fin de año sobre seis kilómetros de pista construida sobre una vía fuera de uso de la S.N.C.F. y permitirá hacer una demostración decisiva. La operación tiene, por otra parte, un nombre de examen, “Essai probatoire”. 

El Gobierno no ha consentido esta subvención que no es, por otro lado, a fondo perdido, sino al contrario, más que para apresurar la prueba. Bertin y Compañía y más especialmente su filial, la Societé d’Etudes de l’Aérotrain, consentirían, en caso de éxito, condiciones particulares a los organismos franceses interesados. 

No ha podido llevarse a cabo un plan más ambiciosa que hubiera costado no ya 300, sino mil millones de antiguos francos y habrá permitido la construcción inmediata de un prototipo de 80 o 100 plazas y ha sido de lamentar, pues habría suministrado iniciaciones definitivas sobre el problema esencial de la rentabilidad. Las previsiones son optimistas. El precio del kilómetro/viajero con amortización de la vía en 50 años para un tráfico diario de 5.000 personas es de 0,70 pesetas. Se añadirían de 25 a 35 céntimos si la amortización de la vía se debiera hacer en 25 años. Estas cifras han interesados particularmente a los brasileños y a los japoneses. Son las que Jean Bertin irá a ofrecer a los americanos el 21 de mayo, pues también debe a sus accionistas el atravesar el Atlántico. 

Artículo extraído del número 12 de Cimbra, correspondiente a los meses de noviembre y diciembre de 1965.